Nacemos de un disparo en el
campo del lecho,
con la diana en el Reino de
Dios, su amplia antesala.
Nos sueltan la existencia, una
alocada bala
que atraviesa los vientos y
asciende en corto trecho.
Nos lanza el proyectil por el
que damos todo
para alcanzar, de mal grado,
cotas de años.
Hora a hora, subimos
desgastados peldaños
y ocupamos lugar de forzoso
acomodo
en tupida avalancha, en vida
pasajera
que nos impulsa a todos por un conducto
recto.
En él se desenvuelve la hez del
mundo infecto,
sumido en angustiosa e
ineludible espera.
Consolidan mi empeño conocer y
aprender,
los amores pintaron mi alma de
colorido.
De mis sabias neuronas nunca
saqué partido,
pero el tiro en su vía recta me
hace entender
que no siempre pierdo, que
gano, y al vivir
sufro risas y llantos. Alzo,
amoroso, a Dios
con humildad los ojos, y a
menudo la voz
por la inquietante espera de un
tren para partir.
En el fondo del alma albergo
inconformismo,
y herido por ortigas, viajo con
rapidez
sabiendo que me acerco por una
sola vez
a península estrecha de
quebrantable istmo,
al andén pavoroso del final de
la vida;
estación en penumbras,
vastísimo terreno
donde derraman lágrimas quienes
dejan el seno
de su existencia abrupta,
azarosa y sufrida.
Ah, si la bala parase sin llegar
al tremendo
impacto y en el aire quedara
suspendida,
¿qué haría el ser humano entre
el fin y la vida?
La haría
caer despacio para seguir viviendo.
© Antonio Macías Luna
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